El Nono
El lugar de reunión para escuchar las fascinantes historias sobre la vida del nono cambiaba según las estaciones del año. En época de primavera y verano nos juntábamos debajo de ese parrón que alcanzaba las tres terceras partes del patio de la casa de los abuelos. Esas decenas de diferentes parras con su característico instinto trepador, con el pasar del tiempo, cubrieron una extensión de unos cincuenta metros de largo por otros diez de ancho. Esa medida la creo recordar con bastante precisión. Las cepas plantadas en ambos lados de la estructura de madera se habían entrelazado. Las vides convirtieron el huerto en una imponente glorieta iluminada por los colores de las hojas que iban desde verdes claros hasta los amarillos en tiempos de estío.
A mediados de la primavera veíamos como asomaban de las parras los clústeres de flores que, con el pasar de las semanas, se transformaban en admirables racimos de uvas. Para fines del verano las uvas ya habían madurado y se convertían en una maléfica tentación para nosotros, los nietos.
—No pueden pellizcar las uvas mientras estén en la metamorfosis de maduración porque se echan a perder —decía el abuelo con una sonrisa burlesca.
El discurso nos lo echaba consciente de que nos moríamos de ganas por probar algunas de esas uvas blancas, negras, moscateles rosados y las más codiciadas y deliciosas de todas: los cocos de gallo. Estas últimas son un tipo de uva blanca, traslúcida, con forma alargada, como una gota de agua que se extiende sin dividirse. Así las veíamos para esa época del año, doradas por la complicidad del aire seco con el sol intenso del valle de Santiago.
Desde muy pequeños el nono nos enseñó el arte de criar los caracoles de tierra, los famosos Escargots franceses. Lo primero que hacíamos durante la primavera era ir en búsqueda de ellos por los jardines de la casa. No era tarea difícil encontrar los caracoles, sobre todo si ya les pasaba su estadio de hibernación que va de los meses de abril a octubre. Transcurrido este tiempo ellos despertaban y salían de sus madrigueras en manadas. Se arrastraban lentamente tras la búsqueda de algunas hierbas para comer. Irrumpían tras el cálido sol de primavera hasta conseguir la temperatura requerida por sus cuerpos cristalizados después de tan largo sueño. Para nosotros este era uno de los juegos más emocionantes y divertidos. Cada vez que alguno de los primos encontraba uno, incluyéndome a mí, daba un tremendo grito de emoción.
—¡Nono, hallé uno —decía el que le tocaba la suerte del instante.
El excitado cazador partía corriendo, pero con cuidado, sujetando el bicho en las manos para depositarlo en su nueva morada. El hábitat creado eran unas cajas de madera cubiertas por una rejilla en su parte superior que el nono construía para esos fines. En las cajas se colocaba una capa de serrín con hojas de la higuera. Los caracoles se introducían en este nuevo ambiente con la finalidad de comenzar el proceso de limpieza y depuración de la baba. En dos días encontrábamos los caracoles necesarios para un buen festín. El proceso de limpieza de los caracoles, enrollados en forma de espiral en su extremo trasero, dura aproximadamente de cinco a seis días. Examinábamos las cajas todas las mañanas para constatar cómo se desarrollaba la crianza de aquella variedad de gasterópodos. El domingo era el día de fiesta. Desde muy temprano comenzaban los preparativos para la cocción a la italiana de estos deseados y extraños animales.
Soy nieto de un marino genovés, nacido el lunes 25 de marzo de 1895 en Santa Margarita, Chiavari, la quinta provincia de Liguria. Enmanuelle Ghio Ghio quedó trágicamente huérfano en su infancia temprana. Unas tías criaron al nono hasta la adolescencia. Siendo muy joven se enroló en el ejército. Y en ese cuerpo armado fue trasladado a Libia, en África, a combatir en la guerra Ítalo-turca. Hombre cuidadoso y pulcro, pudo sobrevivir a aquel temporal de riesgos y sacó tiempo para formar una familia de la cual salió la camada de nietos que recibía con gusto en el esparcimiento que escogió para vivir.
Durante el otoño y el invierno el lugar para oír las historias del nono se trasladaba a una esquina de la sala de estar de esa casona. Nos refugiábamos en un costado de la pieza. Allí hacíamos un círculo íntimo en medio de un brasero a carbón al cual él le ponía cascaritas de naranja para aromatizar los encuentros. Nos arropaba bien, pero era un intento vano frente a aquel frío antártico. Después de un rato escuchando los relatos del nono, sumergidos en sus historias, ese hielo del sur de América calaba profundo en nuestros huesos y producía esos insoportables y molestos sabañones que uno sufre tanto cuando es niño.
La sala daba al patio de la residencia desde donde se alcanzaba una amplia panorámica a través de unos ventanales enormes. Entre la niebla de la tarde divisábamos la glorieta con los troncos de las parras desnudos porque antes del inicio de la época invernal habían sido cuidadosamente podadas por el nono. Esa vista nos hacía recordar que la severidad del invierno chileno había llegado. La habitación estaba decorada en el centro de la pared principal por una fotografía de los padres del nono coloreada con acuarela. Las otras murallas con gobelinos fueron traídas de Italia, al igual que los muebles.
La cita con el abuelo siempre sucedía a las cuatro de la tarde, previa a las horas de las “onces”. A las cinco de la tarde, en Chile, es costumbre tomar té con algunos emparedados y queques. A eso se le llama “onces”. Las “onces” chilenas es una tradición que se remonta al siglo diecinueve y comenzó en un periodo de prohibición del alcohol. Los trabajadores de las salitreras, para combatir los duros estragos de su labor, tomaban la merienda con un trago de “onces”, término con el que denominaron las once letras que componen la palabra aguardiente.
Los cuentos del nono constituían un ritual sagrado para los nietos que admirábamos con pasión a ese hombre alto, de por lo menos un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura, corpulento y de cabellera blanca. En una mezcla de lengua italiana con español nos narraba las transiciones de su vida. Todos los nietos, siempre muy cerca de él, escuchábamos con atención esos relatos conmovedores. Entre otras conductas, los nietos fuimos aprendiendo el arte de esperar con paciencia porque día tras día nos rotábamos el turno para ocupar el lugar más codiciado de la cita: escucharlo sentado en sus rodillas y abrazado a él. Durante la narración no se permitía el menor ruido ni interrupción. Quien osará quebrantar ese ambiente de solemnidad era castigado con un “tatequieto” que nos es más que una soberbia palmada en la cabeza y el correspondiente “huevón, deja de molestar”. Esa reprimenda se le decía a quien fuese.
Nos rememoraba su infancia en Santa Margarita. Nos describía esa encantadora ciudad abundante en flores y bellos jardines con ese mar de Liguria que le traza el límite. Nos enseñaba en italiano letras de canciones tradicionales populares de esa región de Génova; memorizábamos con entusiasmo aquellas melodías para después cantarlas todos juntos. Sobre su estancia en África nos detallaba hazañas increíbles acompañadas por la magia de su voz. Era tal el grado de compenetración con la existencia de ese hombre, ejemplo de vida, que nos metía en medio de cada uno de los combates donde había peleado en la guerra entre Italia y Turquía. Imaginaba, o más bien lo veía portando su casco, cargando su fusil con bayoneta, corriendo agazapado por el desierto, disparando a los enemigos. Sentía una enorme felicidad cuando me percataba que el nono había salido ileso de la batalla. En ese entonces yo no tendría más de seis o siete años, así es que mi prolífera mente de niño producía un mundo lleno de expectativas al internarme en todas esas leyendas. En ese enigmático continente negro se enfermó.
—Contraje la malaria y fui cuidado por unas monjas de la Caridad, quienes me salvaron la vida —nos relataba.
Una tarde llegó el momento de contarnos acerca de la travesía que hacían los inmigrantes italianos desde Europa hasta América. Al nono, como a todos, le tocó zarpar en barco desde la Italia, que está como bota estirada en el mar Mediterráneo, atravesó el océano Atlántico hasta llegar a Argentina, donde inició su proceso de búsqueda de una mejor vida. De su viaje nos transmitía las penurias que debían afrontar esos italianos durante un trayecto en el mar que duraba casi tres meses. Particularmente, en mi caso, el abuelo y sus historias eran la imagen viva que me encontré, ya más grandecito, en las tristes imágenes que describe profusamente Edmundo de Amicis (Italia, 1846-1908) en su libro Corazón. Inevitablemente, me vienen a la mente, incluso ya de grande, y todavía se me destroza el alma y las lágrimas me afloraban profusas cada vez que releo de manera especial aquella particular narración desgarradora de ese libro que De Amicis tituló “De los Apeninos a los Andes”. Entonces la cercanía con ese abuelo amado se hace aún más inseparable.
En Buenos Aires el nono estuvo viviendo con unos parientes durante un tiempo breve porque la ciudad no le gustó. Desde allí decidió tomar otro barco y cruzar el estrecho de Magallanes hasta llegar a Valparaíso. Se quedó en ese puerto donde podía contemplar perennemente la fuerza descomunal de ese océano Pacífico y estaba rodeado de cerros, ascensores, bares, escritores, poetas, pintores, bohemios, marineros y putas. En ese punto del mundo conoció a la señorita Domitila Suárez Arredondo, con quien contrajo matrimonio.
La joven pareja se trasladó a vivir a Viña del Mar. En la ciudad jardín de Chile abrió una tienda de sedas italianas con un capital de cinco liras de oro. Del matrimonio Ghio Suárez nacieron seis hijos: cinco mujeres y un hombre. Ellas fueron Clara Lucy Rina, Agustina Nelly, Tila Edith, Mafalda Violeta y Jenny Isabel Cristina. Y él, Víctor Manuel, era el tío Tato. Diecinueve nietos procrearon los Ghio Suárez.
Ese complemento del nono llamado doña Tila, la nona, desde muy temprano en la mañana, acompañada de dos muchachas de la Araucanía, dedicaba su día a preparar diferentes recetas. Por supuesto, todos eran platos italianos que también iban a impactar el gusto de los nietos. En la casa de los nonos siempre había nietos así fuera de vacaciones. Recuerdo a la Marcela y a la Rosa, originarias de Quepe, en Temuco, tierra Mapuche, en el sur de Chile. Ellas llegaron muy jóvenes a la casa de los abuelos por encargo de sus padres. Más de quince años estuvieron viviendo con la familia Ghio Suárez. Bajo la guía amorosa de la nona se transformaron en magníficas y expertas señoras de la cocina italiana. Ya de adolescentes hicieron sus vidas en Santiago. Se casaron algo entradas en edad, como mandaban esos tiempos, por no decir viejas. Ambas fueron llevadas al altar para jurar el obligatorio ritual de compromiso católico. Amor hasta la eternidad, en las buenas y en las malas; por supuesto, todo con el pleno consentimiento del nono, a quien sus padres le habían encargado el cuidado.
La Marcela contrajo matrimonio con un Carabinero. La Rosa lo hizo con un guerrero de combates de lucha libre. Un gladiador de “cachascán”, término que proviene de Catch as catch can, expresión que en la lengua inglesa quiere decir “agárralo como puedas”. Las veladas de este deporte, con matices de circo, se realizaban en el legendario Teatro Caupolicán, ubicado en la calle San Diego, una cuadra antes de llegar a la avenida Matta. Uf, cada hecho bien vivido es un mundo de recuerdos al que uno se sumerge con pasión. Pero volviendo a la casa de los nonos, allí los pequeños descendientes nunca se ponían de acuerdo en torno a qué deseaban comer. Claro, eso a ella no le importaba mucho; esa mujer de ojos verdes profundos, ya de mayor vuelta taciturna, complacía con inmenso cariño cada uno de los antojos que los nietos solicitaban.
Cuando sonaba el cañonazo del mediodía anunciando las doce meridianas, ni unos minutos antes ni unos después, se servía el almuerzo. Ahí, sentados a la mesa desde diez minutos antes de la hora señalada, esperábamos con ansias para reunirnos los hombres y las mujeres pertenecientes a tres generaciones. El nono siempre iba en la cabecera, el tío Tato a su derecha y los nietos, según las edades, proseguían al único tío. Y entonces, a degustar los diferentes platillos preparados a la carta con tanto amor por la nona.
La nona no se sentaba a la mesa; ella, atenta, observaba a la familia desde una esquina con las manos dentro de los bolsillos de un delantal. Trato de adivinar sus pensamientos mientras recuerdo el rostro de la nona con una satisfacción melancólica. No tengo dudas acerca de su felicidad. Era una placidez introspectiva. Siempre la noté reflexiva, como si hubiere estado meditando. Trato de inferir; a lo mejor presentía que su paso por esta vida humana, que es tan corta, iba a ser fugaz. Ella, durante el almuerzo, se acercaba a cada uno de sus nietos, les hacía cariño en el pelo, les daba un beso en la frente y una palmadita en la espalda. Nosotros, los nietos, correspondíamos a las señales de cariño con un “nonita”. Esa era la vida de doña Tila, mi abuela.
El día que mi nono se nos fue, un martes treinta de agosto, conocí ese estadio de la psicología llamado negación. No podía aceptar esa desconocida y nueva realidad cuyo significado era que, desde ese momento, ese hombre que en mí proporcionaba tanta seguridad, físicamente ya jamás iba a estar a nuestro lado. Me enfermé. No quise ir a su funeral. Se enclavó en mi ser una soledad tan grande que todavía la siento cuando pienso en él. Sin embargo, al mismo tiempo, el espíritu del abuelo ha sido lo que me ha dado fortaleza en la vida; recibo de él una seña en los momentos más difíciles que uno debe afrontar en el derrotero de la vida.
Hace dos semanas me convertí en nono de nuevo. Soy el abuelo de Stellan, hijo de Susana, mi primogénita. Ahora es mi turno de contarle a ese nieto algunas historias de la vida de su abuelo. Y lo hago desde la posmodernidad que me ha tocado con relación al abuelo Enmanuelle. Desde hace mucho tiempo había guardado, bien cuidados en mi memoria, redactados una y otra vez con la pluma de mis pensamientos, estos cuentos que quiero compartir con él y con los demás nietos. La transcripción final, el vaciado al papel de estas narraciones de testimonio, las he hecho previo, durante y en las primeras semanas de la vida de Stellis. Sí, puedo solicitar algún deseo a las estrellas. Les pido que mi nieto, algún día, también quiera escribir para sus nietos los pasajes significativos de su andar por la llamada vida.